El serio daño de los gritos en los hijos
Ana M Longo | 28/01/2020
Criar y educar a los hijos no es tarea fácil. Como padres se pueden expresar órdenes, recomendaciones o enfados en un tono más elevado del habitual. El problema y daño en todo esto ocurre cuando se convierte en un hábito y los hijos reciben gritos continuamente.
Los adultos no se paran a pensar en lo perjudicial que resultan estas actitudes para el niño. Educar al niño entre gritos les manda un mensaje cargado de violencia. El niño no actuará de un modo calmado comprendiendo lo que se le pide o corrige. El niño actuará ante el temor de la situación.
Los hijos crecen con el miedo a los gritos
Gritar al niño influye muy negativamente en él. Los niños buscan y necesitan encontrar en los padres a sus aliados, confidentes, a personas que les educan, pero también protegen. Es ley de vida que el padre diga al hijo lo que tiene que hacer -e incluso regañe ante determinadas actitudes- mientras es pequeño y no posee herramientas.
Si el hijo -ante una situación donde no ha hecho algo bien- recibe del padre una reprimenda y gritos que la acompañen, tendrá miedo a volver a enfrentarse a él. En momentos donde el niño necesita del consejo y de la corrección, si recibe palabras que le hieran se sentirá poco válido y querido.
El niño no debe vivir en un ambiente de pavor, de inseguridad, de falta de protección y cariño. El padre debe tener la capacidad de ponerse en el lugar del hijo, sin hacerle daño y mostrando lo que es el sentido de la comprensión y la consideración al otro. Si desde pequeños ya se les instaura en el odio, la negatividad y la violencia, el niño absorberá la peor parte de las relaciones y reaccionará con agresividad o con timidez.
Criticar a los hijos les hace más vulnerables
Los padres quieren que sus hijos logren valerse por sí mismos y tener la capacidad suficiente para saber gestionar una situación y enfrentarla. Los padres que gritan a sus hijos les están explicando lo contrario. Perder los nervios puntualmente es de humanos. Sentirse agobiados y estresados por diferentes circunstancias y volcarlo en el hijo es la peor de las enseñanzas.
Cuando el niño actúa de un modo inapropiado o cuando se le quiere corregir lo recomendable es ponerse serios y mirarlos fijamente a los ojos. Gritar a un hijo o enfadarse de un modo desmesurado o como norma habitual no va a servir de nada. Como mucho, el niño se asustará y sentirá vulnerable.
Pero eso no le ayuda a que cambie algo, sino a que tema hablar con sus padres, se sienta con poco ánimo y capacidad para conseguir algo o hacer lo que ellos quieren o está mejor. El niño se bloqueará y no podrá reaccionar.
No obligar entre gritos, explicar al hijo
Los padres también se equivocan con los hijos. Muchas veces quieren que las cosas sean de un modo determinado ignorando la personalidad y el carácter del hijo. Es normal que se les diga que tengan cuidado al cruzar y que cuando se echan a correr se les reprenda. Sin embargo, no se les puede gritar porque no paran de levantarse de la mesa cuando es un niño muy intranquilo y quiere jugar.
El niño que es más travieso y activo no va a tener la misma actitud que uno calmado. Se puede hablar con el niño e intentar que comprenda que debe estar en la mesa mientras come y hasta que acabe. No obstante, no se le puede obligar y gritar porque no se conseguirá que cambie, solo que se asuste. Pactar con él hasta que sea capaz de aguantar distrayéndose con algún juego y levantarse a ratos puede favorecer que no se canse tanto.
Con el paso de los años los niños se habitúan a las normas y maduran. Cuando son tan pequeños hay que irles habituando en la dinámica social, no forzarles a tomar actitudes que para ellos no tienen sentido y que, por lo tanto, no logran interiorizar.
Escucharse como padres
Hay padres que tienen un ritmo de vida frenético, que afrontan situaciones personales y familiares complejas y en ocasiones exteriorizan la rabia con sus hijos. Los padres deben mirar en su interior y comprender que no está bien que focalicen su malestar con la persona que menos culpa tiene.
Al hijo se le crea un serio daño emocional porque entiende que, aunque no haya hecho algo tan grave -algo que para él ni siquiera es malo porque no logra ver las consecuencias-, recibe gritos y malas caras. El niño no logra ver el alcance que tiene no ir cuando su madre le llama. Él no percibe que se irá el bus y llegará tarde a clase por esa acción o bien cuando va teniendo edad para comprenderlo -alrededor de los cuatro años- tampoco le da la misma importancia.
Cuando el padre parece no poder más es mejor que hable con el hijo y le exponga que no se encuentra bien, que necesita tiempo y tomarse unos instantes para desahogarse o estar a solas. Si es posible, es mejor que se quede con el otro progenitor, un abuelo o un amigo. Calmarse y relajarse es bueno para la salud mental y repercutirá muy positivamente en el hijo y las personas que están cerca.
Aprender una lección
El hijo debe aprender que uno puede errar pero tiene más oportunidades y no es malo. Nadie es perfecto. De hecho, los padres no lo son. Gritar a un hijo hiere su autoestima y provoca que en ellos se instaure la tristeza. Gritar no es comunicar. Los gritos no aceptan réplicas positivas.
Que el niño reciba gritos constantemente solo hará que considere este tipo de agresividad en su vida normal, con sus amigos y padres también. El hijo responderá gritando y esto mermará su facultad de rendimiento académico y problemas de conducta. Por eso, los padres deben aprender a reprender con seriedad y firmeza, no con violencia verbal para que él tampoco la use.